Este relato empezó con la invitación poética que nos hizo Leti en los talleres para mujeres en Titulcia, un poema trenzando Yo Soy, contando secretos, placeres, recuerdos. Todas enviamos un audio con nuestro Yo soy… De ojos grandes, de vino y queso, de azul turquesa.
Ana los recolectó, y a partir de esas palabras habladas tejió este escrito que habla de La Mujer que SOMOS.
NUESTRA MUJER
Un día de abril, Lucía me pidió: “Escribe, escríbenos”. Y yo, hilandera de ideas aficionada, que si está en mi mano o en este caso, en mis dedos, hago lo que me piden, lo hice. Las escribí. Las escribí a ellas, como eran ellas, como se expresaban ellas, y para ellas. Ellas en su conjunto, en todo su ser. Porque juntas, podían ser una sola.
Ella abrió sus ojos verdes buscando la cómplice mirada del gato naranja, el más travieso de todos. A él también le cambiaban de color con las tormentas, y por eso sentían ambos una especial conexión, como la que tienen los latidos profundos de las mareas y la tierra. Estiró sus brazos, largos, como cuando siendo niña los alargaba para coger moras al atardecer, y se desperezó. Después tocó su trenza, y comprobó que no se había deshecho mucho, pues se peinaba sólo para ir a dormir; esa noche lo había hecho a pierna suelta, aunque con frecuencia, ella ponía su propio orden en la actividad… reía a pierna suelta, y dormía a carcajadas.
Antes de salir de la cama, rodó por ella mientras toda la piel de su cuerpo se rozaba contra las sábanas, sintiendo el placer del contraste entre las partes frías y las calientes, meciéndose sin importarle nadie ni nada. Miró por la ventana, y ya se percibía la luz del día, pero aún se vislumbraba la luna llena, y decidió bañarse en sus rayos, bailar con ella, cansarse de mirarla. Eligió la canción que dice: “Los cristales de mi casa/ los empaño con mi aliento/ en ellos pongo tu nombre/ y luego los borro a besos”*. Se movía como un río que mana y busca más agua, se sabía tan diosa como Venus, derrochando la belleza y el amor que sentía por ella misma. Desde que se dio cuenta de que ser perfecta es un coñazo, se habitaba desde dentro.
Aún desnuda, fue a la cocina a preparar su desayuno. Pan con aceite del bueno, tomate y sal, y unas naranjas con canela y miel. “Comida de abuela, igual que las especiales gachas de La Alpujarra, de la región de tu padre”, decía su madre, mujer que demostraba todos los días de su historia cómo ser valiente y entera. Lo acompañó de una infusión, o pócima, como a ella le gustaba llamarla, de ortigas y valeriana; le fascinaba el perfume de sus flores. Lo puso todo en una bandeja del tono de las amapolas y cogió la manta del sofá y el libro de la mesita, en su trayecto hacia el patio. Tras el otoño de su vida, había llegado el invierno, pero a ella le encantaba enrollarse en ese trozo de lana, parecía estar en un saco de dormir como en un campamento. Se ponía al sol, sintiendo cómo sus tetas se hacían más puntiagudas si cabe con las bajas temperaturas; el aire fresco del monte con esencia de madera, conseguía que temblase como lo hacía el Satisfyer al disfrutar sola de su intimidad, aunque las mayores delicias del universo eran sin duda la paella y la tortilla de patata con cebolla pochada. El cielo era azul claro y había pájaros volando. Pronto volverían las golondrinas, y aunque no hubiera balcones en su casa, deseaba que anidaran por allí cerca y escucharlas cantar por las mañanas.
Acarició la portada de su obra literaria favorita, y pasó uno de sus pulgares chatos, como los de su abuelo, por las letras del nombre de la autora. Leonora Carrington. La dicha era suprema al pensar en todo lo que había allí escrito, y la lectura de su contenido, lo intensificaba. ¿Cómo sería la continuación? Le gustaban los textos de viajes, de aventuras, de pasiones; también de descubrimientos, de amor, de música; y por supuesto, los de justicia, y de gente buena y honesta. Se sumergía en la fragancia de los ejemplares viejos, perdidos y encontrados en viejas bibliotecas, inmensas, enormes, que guardaban en su interior secretos y verdades de ella, de nostras, y del mundo.
Miró sus manos, las que hacían buenas comidas y ayudaban al prójimo, las que sentían el barro sobre sí; las masajeó un poco, y se estremeció desde los pies. Sintió un tacto suave en los tobillos. La gata multicolor le daba los buenos días, pero pronto buscaría el mejor lugar para sí misma, como sólo ella sabía hacer. Ese breve contacto le hacía recordar el deleite de ver a las personas felices, las risas cuando se juntaba con sus amigos para tomar un buen café y los abrazos con su familia, algo íntimo, cercano, pero a veces tan efímero… Le ocurría lo mismo con el dulce helado de lúcuma, que nunca le parecía suficiente.
Se sentía un poco Violeta Parra cuando allí sentada, agradecía la existencia. Repetía su mantra: “mi cabeza, mi alma y mi cuerpo, me dan todo aquello que necesito para sentir la vida y vivirla, y por eso les quiero, les cuido y reconozco todos los días estos dones”. Como en “Ítaca”, el camino es más importante que la meta. Si cerraba sus párpados, podía apreciar el olor a sal al bajar las ventanillas del coche cuando iba de vacaciones, esa brisa que te deja la cara pegajosa y la lengua salada. Su memoria se llenaba de cangrejos entre las rocas donde explotan las olas; le gustaban las colosales, las que a veces daban miedo al escucharlas y notarlas tan cerca, pero también el espectacular silencio del mar a lo lejos en calma, ese ruido natural que tanto le llenaba. Rearmaba recuerdos… Se emocionaba viendo ballenas azules nadando juntas en océanos, y también a los grises y amigables delfines que persiguen barcos mientras se llaman unos a otros; eran ésas las manadas de los astros del mar, apoyándose y dándose fuerzas unos a otros, como las mujeres de las que se había rodeado, todas estrellas, pero ninguna fugaz; como canta Rozalén, “Las hadas, existen”. Los baños en el ponto, sentada con la arena caliente en los pies en esas puestas de sol en los atardeceres marinos, era un mundo sin tiempo. Esa masa de agua, fue y será tantas veces testigo de cómo comer a besos en las noches negras de las playas. Siempre le costaba despedirse del mar, porque nunca sabía cuándo volvería.
Y volvió al aquí y al ahora. Se acordó de respirar, y respiró. El viento que golpeaba su cara, traía aroma a tierra húmeda, a campo asturiano, que se iba metiendo en su fina nariz; le gustaba tanto como el de esponja mojada. Estaba tan abstraída, que no se había dado cuenta de cómo las nubes habían tapado el sol y estaba empezando a caer agua, que la empapaba. Puso todo rápidamente encima de la bandeja, y sujetó la manta con sus brazos pegados al torso. Deslizó la puerta corredera con el hombro descubierto, prodigando esa sensualidad escondida y tímida propia del lunar de su clavícula; Saturno se coló rápidamente al salón. El gato blanco y negro la había elegido para permanecer uno al lado del otro. Su hogar estaba lleno de mininos que orbitaban a su alrededor, aunque a veces se hacía cargo del perrito de vecino, que daba con su patita en la puerta.
Depositó los bártulos en la encimera y dejó caer la manta. Echaría leña en la lareira y prendería el fuego para calentar su hogar, estaba haciendo un frío digno de Castilla nevada. Enfocó su vista más allá del cristal, y la nostalgia la invadió; añoraba ver la hierbabuena en la acera, pero aún quedaban unos meses para que volviera a inundarla con su verdor. Nacía con tanta fuerza, que parecía una selva pobre en miniatura. Una cigüeña pasó volando cerca de su tejado; probablemente, iría a buscar ranas a la charca que había al final de la calle, maravillosa, estrecha y empinada; cuando era pequeña, corría por Chinchón buscando a su abuelo por los bares., sin perderse en el camino. Escuchó el sonido de un saxo. “Forever in love” era el tono de llamada de su teléfono; había escuchado esa canción miles de veces a lo largo de los años; fue la cabecera del programa de radio “Amor y más”, de Onda Mini en los noventa. Había derramado lágrimas escuchándola en numerosas ocasiones, su alma se dejaba llevar por ella en una mezcla de sensaciones y delirios; alternaba con músicas, ritmos y cantos que le hacían gritar de alegría. Su lengua buscadora, la cual emanaba sensualidad hasta cuando hablaba de ella, se paseaba por sus labios y sus dientes, también buscadores, pero de nalgas que morder. Sus manos iban a tientas en el césped de los parques de las veraniegas noches cordobesas, perfumadas de jazmín y naranjo. Su respiración la articulaba, le daba sosiego, y le daba placer cuando la oía entrecortada, acelerada, siguiendo el ritmo de la pasión, esa pasión que arrastraba su vida y la enriquecía, la complicaba, y le daba colores a la gente que la rodeaba. Toda su vulva se llenaba de sangre de tanta excitación, como capullos a punto de estallar. ¿Dónde llegaría? Le encantaba tirarse feliz al abismo. Se acercó a coger el móvil, lenta como era ella. Cada detalle, se orquestaba con los demás para dar forma al ser que era. Descolgó.
-¿Te apetece comer patatas con huevo frito? -Disculpa, ¿quién eres? -preguntó dejando de lado las dudas y el miedo. -Yo soy…
* Canción “Ni contigo ni sin ti”, Buika.
Escrito por: Leticia, Laura, Irene, Isabel, Carmen,Lucía, Mari, Lara y Ana.
Ilustraciones: Alada Collage
Este texto, está compuesto con mucho amor y respeto hacia las ideas, pensamientos y sentimientos de mis compañeras. Han sido utilizados y mezclados desde sus poemas individuales para darles forma como prosa colectiva, intentando mantener su esencia. Quería agradecerles y devolverles todo lo que ellas aportan tanto a este grupo como a mí personalmente con este regalo bidireccional, de ahí el motivo de mi osadía por haberlo escrito sin pedir permiso: el factor sorpresa era fundamental.
Ana Medina